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BORDEANDO IDEAS

 

XV CURSO. ESCUELA DE CIUDADANÍA. La construcción de Europa, una lección olvidada. “La Guerra y el Arte”. Guillermo Altares.  3 de noviembre. Casa de la Cultura de Manzanares.

 

“Bordeando” las ideas…

 

Bordeando, sí. Porque, ¡hay tantas lecciones olvidadas!  Pero que se nos olvide la lección de lo que hemos sido o de lo que hemos venido a ser, suena a tremendo. Sí, por supuesto, esto a veces sintiendo que no fuese mejor olvidar. ¿Olvidar? No, decía Punset “desaprender”, que es cosa bien distinta. Aunque aquí a lo peor no se trataba de desaprender, sino de rememorar, volver a la memoria “la construcción de Europa”.

Guillermo Altares no vino a Manzanares para iniciar a inquietos ciudadanos en la eliminación de cáscaras inservibles, de cargas onerosas, de los bagajes insufribles que aún portamos sobre nuestros lomos. No, venía a recordar la “lección olvidada”, la construcción de Europa, esa cosa, ese monstruo, ese pergeño o ese necesario paraíso que, configurado o no, no configurado o por configurar, verdad histórica o verdad por desentrañar, ilusión o pesadilla, actúa como fundamento del mundo que nos sostiene, aunque quede por ver aún cómo nos sostiene, o cómo tiene que sostenerse él mismo. ¡La lección olvidada! ¡Qué extremosa paradoja! Sin duda da qué pensar.

Primero, porque Europa no se ha hecho sin guerras. Y resulta que tiene que aprender con la paz, o lo que es igual, revivir el dolor. Segundo, porque Europa, a lo mejor ha pasado a ser menos Europa desde el momento en que su destino cayó en las manos de la inteligencia de la construcción europea. Y es que —¿por qué no decirlo?— uno podría pensar que estamos asistiendo —repito— quizás, a otra utopía “logificante” hecha a la medida de... ¿de quién? ¡Baste! Bauticemos el caso de la inteligencia europeísta simplemente como “ICE”. Y conformémonos con que el ICE no sea Europa, o al menos toda Europa.


  
Acto del pasado 3 de Noviembre            (Román Orozco, Director de EC, Guillermo Altares y Juanjo Díaz-Portales, Presidente de EC)

Y en el acto del día 3 de noviembre, hubo en la Casa de la Cultura de Manzanares mucha Europa, y mucha guerra, sí, guerra, porque arte... poco, muy poco arte. Se habló lo suficiente de fotografía —diría que lo necesario por correspondencia con el guion—, algo de cine, un poquito de plástica, menos de literatura... Y eso que teníamos fácil excusa, esa escalofriante afirmación que corrió desde los perlados dientes de la Escuela de Fráncfort de que el gozo estético, el arte ¿no quedaba, acaso, finiquitado tras del horror de Auschwitz? ¿Qué son pues esas películas bélicas, entonces, sino un excurso, un purgamiento, la necesaria catarsis del alma occidental?  Y se habló de Auschwitz, claro que se habló. Ese estigma que no es tanto la guerra como la voluntad de matar al prójimo, la insensibilidad o la sensibilidad imbécil que acompaña al hombre allá donde va.

     No extrañe entonces que Román Orozco, director de la Escuela de Ciudadanos, iniciase el coloquio con una referencia a Vladimir Putin. Claro, y a las “penalidades de Europa”. Asunto que nos ponía ya en situación. En la situación presente, el presente como no muy lejano del pasado, el presente como olvido. Y Europa, cual carrera de penas, de imposibles. Sobre este colchón anduvo toda la noche Europa, no un mullido colchón por supuesto, pero sí un tópico colchón, el de las penalidades. Porque para penalidades, las de toda la historia y las de toda la humanidad. ¿O no? Por cierto, que en este sentido hubo también otra ligereza de interpretación, el uso absoluto del concepto “humanidad” como correlato del nomadismo. Hecho que nadie puede discutir: ese estrechísimo vínculo, inexplicable a veces, como sugirió el propio Altares, que hace del hombre un errante. Sí, pero que, como humanidad, retrata también al ser humano amante de las fronteras, ese hombre establecido que se forjó, allá por el neolítico, otra forma de relacionarse con el mundo, que inventó la valla para retener al animal, al que pasó a llamar “ganado”, esto es, el humano que ponía límites a los recursos e instituía, más que la rapiña y la supervivencia, el comercio, la ciudad, la frontera. ¡Esto también es humano! (Pero salgamos del tópico).

Otra cosa, muy otra cosa es lo de justificar esas ideas que tratan de imponer sociedades compactas y monolíticas, construidas a machamartillo con cerrazones intelectuales y falta de corazón que —ni exclusivas de las izquierdas, ni de las derechas— sobrados ejemplos han dejado en el pasado reciente y aun en el presente. Por eso, lleva razón Guillermo Altares cuando señala que “la humanidad siempre ha sido multicultural” —claro está—, y que, en efecto, “la historia nos dice lo que es la humanidad”. Ahora, ya saben, esto de la globalidad, es cuando esa multiculturalidad quizás peligre. Pero no nos desparramemos. Salvado el hecho de que no se sabe del todo qué es la ciencia histórica ni el uso interesado unas veces, aberrante otras, que se ha hecho y hace de ella —que los hay—, no está dicho en ningún sitio que la humanidad sea nomadismo, como tampoco cualquier tipo de monolitismo. Es que, para nada, la confianza ciega en la ciencia histórica es recomendable, porque entre otras cosas, siempre habremos de preguntarnos, quién y por qué ha escrito la historia. Vamos, cuestión de hermenéutica.

En algún momento me pareció que el fantasma de Aristóteles deambulaba por el patio de butacas. Dejaba el aroma, no de su Política, pero sí de ese equilibrio del justo medio que elude los extremos como manifestación de la salud pública. ¿Quién olvida? ¿Quién puede olvidar las lecciones de verdad? No desde luego los que las sienten en sus carnes. Hay por todo ello que reconocerle a Altares aquellas palabras que pronunciara sobre el derecho de las gentes a recuperar los cadáveres de sus familiares, arrojados y cubiertos bajo tapias, en agujeros improvisados, pozos, cunetas, o tumbas virtuales; los perdidos en cualquier guerra, en la Guerra Civil española y en la estúpida persistencia de que no exista al respecto un pacto de Estado (Altares lo demandó con insistencia, apelaba quizás a las conciencias, esas que ya no tienen casi por qué olvidar, pues las conciencias que sintieron son ya pocas y están muriendo). Un pacto, un pacto comprensible a todos, como se relata ya desde los tiempos de la Ilíada. ¿Recuerdan cuando el viejo Príamo se humilló para recuperar el cadáver de su hijo Héctor? ¿Recuerdan el extraño enternecimiento de Aquiles? Es uno de los más grandes pasajes de humanidad —esta sí— y de humanitarismo; que ni es real, ni es Historia, sino ficción y que por eso enseña más. ¿Quién puede olvidar sino aquel a quien ya no le duele el corazón?

Así, desde la guerra y por la guerra, se llegó a hablar del fanatismo. En su versión religiosa, con la Inquisición —por no tomar de ejemplo los infinitos rituales sacrificiales y antropofágicos— hasta la Yihad. Del fanatismo racial con otros holocaustos en asqueroso loor de no sé bien qué mejora de la humanidad. ¿Serían estos los sufrimientos a que Orozco se refería al inicio del acto? Y se habló del terror, por vía del cual volvió a salir Putin, actor del velo que ahora se pretende correr sobre las atrocidades de Stalin, como si quisiera ocultarse a sí mismo y a sus sueños. La mujer como víctima de los conflictos, la violencia de la humillación pública que se ejerce sobre ella (en el caso de las rapadas). La violación como arma y táctica de guerra. Se habló de la pobreza como una de sus consecuencias. Cuando no causa. ¡Ay la guerra!

¿Y el papel de la prensa? ¿Cuál ha sido, cuál ha de ser? Asunto que se abordó, ahora sí, por dos especialistas, Román Orozco y Altares, vis a vis, trayendo vericuetos y experiencias —no hace falta que digamos más. Interesantes fueron las apreciaciones sobre el reportero y la filosofía del reportero, de los nuevos derroteros que toma la información a pie de conflicto. El periodismo se aleja del viejo reportero heroico, del aventurero que busca la noticia en la trinchera, en la vanguardia, en el asedio. No podría ser de otra manera en los tiempos de la red. Ahora se lleva el informador multimedia, ese que trabaja por igual la fotografía, que un pequeño video, que el largo texto. Es así que salió a palestra Leguineche, el maestro de periodistas y reporteros, el hombre que había anunciado que la televisión mataba al periodismo, y que convenía hacer otro periodismo, el que no podía mostrar la televisión, al menos en su inmediatez. El trasunto obligaba a ser más testigo, a vivir como las víctimas o como el soldado. Hay que buscar, ya es inevitable, los inusitados ángulos de la noticia, las nuevas perspectivas. Lo que Leguineche intuyó es lo que ahora desarrolla el nuevo periodismo Y si antes fue la televisión en donde asomaba la posibilidad de la desinformación, del desapasionamiento o de la desensibilización, ahora es en internet, en la conexión inmediata. Como señalaría Guillermo Altares: “... buscar historias de seres humanos... y contarla...” Empatía, sí, empatía.

Pero nos referíamos a la simpatía de las víctimas. ¿Por qué se elude la simpatía de los asesinos, los agresores, los violentos? Bien que podríamos habérnoslo preguntado.

Las imágenes vacunan, nos acostumbran y adormilan, refería Román. También mueven, conmueven y pueden cambiar el signo de una guerra, matizó Altares. Y es verdad, la verdad que ambas ideas encierran. A lo mejor por eso no se habló tanto de arte.

                                                   Altares atendiendo a los medios.

Guillermo Altares y el presidente de Escuela de Ciudadanos atendiendo a los medios

En fin, que lo extraordinario en Europa ha sido la paz. Que no queda sino aprender a vivir con el pasado, aunque vigilantes. Que a veces no queda otra que la guerra, como a Ucrania no le queda otra que defenderse de la agresión rusa (o de Putin). Desde luego, si no fuera porque pensar así lleva el tufo de la inevitabilidad del conflicto armado, de la justificación de la guerra y de sus contradicciones. Y no se me ocurre otra cosa que la segunda mejilla.

Desgraciadamente, a lo que se ve, Europa no camina por la senda de la paz. Las extremas derechas (siempre las extremas derechas) y su florecimiento, se supone que los populismos, ponen en tensión la Europa de la convivencia y de la moderación. Aristóteles, su espíritu más bien, se revolvía ahora en una butaca, no sabía el pobre ya cómo ponerse. Se revolvía porque se habló poco, muy poco de la Europa democrática abotargada, de las democracias cicateras, obsesionadas con la producción, “malpensantes”, deshumanizadas y materialistas. Y de esos que, en defensa de la democracia, no hacen sino mancillarla y ponerle banderillas. Esta, desgraciadamente es también otra lección olvidada. Quizás la que más o la peor de todas. Y Aristóteles abandonó la sala de la mano de Tucídides y Milcíades. Creo que se iban de parranda.

    

    Por lo demás, todavía nos queda el libro de Guillermo Altares, Una lección olvidada. Viajes por la historia de Europa, sobre el cual prometemos volver algún día.

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