La Sede
Agosto - Septiembre de 2013
Un alto en el camino. Una mirada atrás. Un
vértigo. La producción de Manuel Fernández, artista, creador, produce vértigo,
sí. Es todo un panorama, uno de sus paisajes en lontananza, rico de matices y
poblado de elementos, diverso, colorista y llamativo; al tiempo que austero,
paisaje tenaz, persistente. Y no es simplemente un pintor, no. Es un creador,
un transmutador de la naturaleza. Manuel llega, toca y transmuta, convierte en
arte la realidad. Eso es lo que ha hecho Manuel desde siempre: dar categoría
estética a la vida. Y esto es lo que une, tematiza toda su pintura, todo su
arte, todos sus flirteos y juegos. Desde la costosa y cubificada, un tanto
oscura pintura de sus primeros tiempos, hasta la suelta, alegre y despendolada
de la actual. Desde sus ensayos líricos de realidades acuosas y frías, hasta
sus ocres y cálidos del elemento tierra. Desde la pintura sutil y detallista,
la cercana al realismo fotográfico, hasta la lírica creativa y deshumanizada,
abstracta a veces, evanescente otras.
Manuel lo ha recorrido todo o casi todo. Eso sí, impregnando de su personalidad
cada una de sus obras, pasándolas por el tamiz de su persona, de sus manos, de
sus curiosa sensibillidad. Siempre abundaré en el término “proteico” para
definir a este artista, clave para entender no ya la pintura manzanareña y sus
derroteros, (recordemos que Manuel ha sido discípulo de los grandes y con los
grandes ha compartido inquietudes (Iniesta, López de los Mozos, Giraldo …) sino
el paisaje manchego al que ha dedicado las más exquisitas pinceladas.
Pero nuestro pintor, pertinaz viajero, ha sido
también el cronista lírico de muchos otros paisajes; de la Galicia jacobea, la
Italia medieval y renacentista, los insólitos rincones de la variada España,
los toledos y las cuencas, han pasado por sus ojos y han sido tamizados en sus
manos. Manuel además conforma el panorama mítico de un Manzanares histórico de
callejas y torres, de portadas y jardines, de paseos, de singulares rincones en
fin. Cronista de piedras y encalados, de calles olvidadas, de pasados fenecidos y añorados…
El hombre de los ensayos líricos que ha tomado
al papel como soporte ideal de su expresión, aguando el óleo, ensayando
impresiones, sin renunciar a veces a la impostación del collage, sacando de la
mancha a veces la posibilidad de su expresión …
Esta
pequeña muestra de su pintura que hemos podido observar en La Sede es un relato
de las diferentes vicisitudes por las que ha pasado la pintura de Manuel. Y es
un relato, al tiempo, de su biografía pictórica, de la lenta y persuasiva
maduración de su espíritu creador.
Descubrimos así a un joven pintor sometido a
las rigideces de la línea, del color austero, empaquetado en las formas. Y
vemos lentamente, con los años, fluir el color, liberarse el límite, insinuarse
cada vez más la pincelada, arroparse los matices y acaso simplificarse la
composición. Llegamos incluso a la completa “lirificación” de la línea. Cubique
o no, abstraiga o no, hay en la pintura de Manuel una soltura, una maestría que
ahora, descubrimos, se ha ido recreando con el tiempo y en el tiempo.
Es
esto lo que básicamente nos enseña esta muestra. Por lo demás, sabemos que a
Manuel aún le queda mucho por hacer y mucho que mostrar.
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